El sendero rojo.
Avanzaban en silencio, sosteniéndose el uno al otro mientras sus pasos crujían sobre el terreno áspero. A su alrededor, las montañas áridas se elevaban como testigos eternos de un mundo apagado. El cielo era gris, inmenso, como si quisiera tragarse todo rastro de esperanza.
Frente a ellos, un sol rojo se alzaba sin calor ni vida. No era una estrella; no tenía la promesa de un nuevo amanecer. Era más bien una advertencia, una herida abierta en el cielo que les recordaba que ya no había retorno. Cada paso que daban los acercaba a algo inevitable, algo que sus mentes no lograban comprender, pero que sus almas parecían aceptar. El rojo era una marca, una ruptura en la realidad, una puerta hacia lo desconocido, y aunque les aterraba, sabían que debían cruzarla.
Caminaban juntos, sosteniendo lo único que les quedaba: la presencia del otro en medio de un paisaje despojado de futuro.